
Esta costumbre pasó a los judíos, quienes llamaban a Dios con un nombre secreto, que únicamente los sacerdotes de la tribu de Levi conocían. En la Kabbalah judía se menciona que el conjuro necesario para crear a un ser humano tiene, entre sus palabras, el nombre secreto de Dios.
En nuestros días nadie ignora que poseer un nombre es poseer parte de la persona. Cuando un Papa asume su cargo se cambia el suyo (costumbre antiquísima de raíces mágicas), y lo mismo ocurre con muchos reyes en diferentes lugares del mundo.
Y es que un nombre podemos realizar todo tipo de conjuros, de dominio o daño.
Es por eso, como usted ya se habrá imaginado, que los magos usamos apodos y nombres mágicos. No es únicamente la fuerza mágica que pueda tener un nombre, el prestigio histórico o la carga sentimental que nos puede otorgar, sino que también es un método de protección ante otros hechiceros
que quieran utilizar nuestro nombre como arma en nuestra contra.
Es importante, en definitiva, mantener nuestro nombre protegido.
Muchos hechizos tienen entre sus pasos principales escribir un nombre en un papel, y luego enterrarlo, tacharlo, quemarlo, o guardarlo entre otros objetos, de acuerdo al efecto que queremos obtener. Se trata simplemente de un procedimiento mágico elemental, afín a la magia vudú, en que se asocia a una imagen de la persona el efecto que queremos producir.