Desde las
sombras del mito, entre la piedra húmeda de Babilonia y los pliegues secretos
del Talmud, Lilith emerge. No como una mujer, no como un demonio: como una
pregunta. ¿Qué ocurre cuando una mujer dice “no”? ¿Qué abismo se abre cuando el
deseo femenino rehúsa la obediencia?
Los
antiguos la condenaron. La dibujaron con alas de murciélago, con vientre
insaciable, con senos que alimentaban monstruos. Pero detrás del velo del
símbolo, habita una figura más antigua que el pecado: la mujer que elige ser
libre.
Antes de
Eva, dice el mito, hubo otra.
No fue nacida de una costilla —sugiere la leyenda— sino del mismo barro que
Adán. Tierra con aliento, igual en forma y esencia. Pero la igualdad, ese
tembloroso equilibrio, duró lo que dura una palabra dicha a destiempo. Cuando
Adán quiso montarla, Lilith dijo no. No quiso estar debajo. No quiso el orden
del cuerpo ni el del cosmos. Eligió el exilio antes que el sometimiento.
Pronunció
el nombre secreto de Dios y desapareció entre los vientos. Huyó al desierto.
Huyó al lenguaje.
Entonces,
el poder la convirtió en monstruo. Porque el poder no sabe qué hacer con la
desobediencia cuando no lleva espada, sino mirada.
Los siglos
la convirtieron en espanto. Dijeron que robaba niños, que mataba parturientas,
que devoraba la carne de los sueños. Pero el mito no castiga a los culpables,
castiga a los peligrosos. Y Lilith no era culpable, sino intolerable.
En el
espejo donde la dibujan con garras y alas, vemos reflejado el miedo ancestral
del varón al deseo no domesticado. A la voz que no se arrodilla. Al cuerpo que
no se entrega, sino se ofrece o se retira por voluntad.
Por eso
Lilith fue silenciada. Y Eva ocupó su lugar. Eva, la obediente. Eva, la
costilla.
Pero los
símbolos nunca mueren. Cambian de piel. Y en las grietas del siglo XX, cuando
las mujeres comenzaron a hablar desde sí mismas y no desde lo que se esperaba
de ellas, Lilith volvió.
Ya no como
pesadilla, sino como emblema.
La mujer que elige.
La mujer que se va.
La mujer que prefiere el desierto a la sumisión.
En la
literatura, en el arte, en los manifiestos, Lilith fue rescatada como figura de
la autonomía, de la sexualidad libre, del pensamiento insumiso. La tomaron las
poetas, las filósofas, las rabinas feministas. La convirtieron en una llama:
tenue, pero constante. Ardiente, aunque proscrita.
¿Fue Lilith
la primera feminista?
No.
Lilith no escribió tratados, no marchó, no votó, no debatió en cafés
iluministas.
Lilith es más antigua que todo eso.
Lilith es un símbolo, y los símbolos viven en la frontera entre el lenguaje y
la herida.
Pero si el
feminismo es también una forma de decir “yo elijo”, entonces sí:
Lilith es la prefiguración del gesto.
La primera que eligió perderlo todo antes que obedecer sin convicción.
La que no pidió permiso.
Epílogo: la
libertad tiene un precio
Lilith no
venció.
No fundó ciudades.
No escribió evangelios.
Pero dejó
una estela.
Y esa estela, hoy, brilla en cada mujer que se niega a ser definida por otros.
En cada cuerpo que se levanta.
En cada voz que incomoda.
Porque
al final, Lilith no es una mujer. Es un acto.
El acto de irse, aunque duela.
El acto de decir “yo decido”, aunque el mundo diga que n